Luis
Alonso Pérez
“¡Justicia,
justicia, justicia!” gritaban docenas de reos desde el techo del edificio Uno de la Penitenciaría del Estado en Tijuana
el domingo 14 de septiembre. Las flamas del incendio provocado bailaban a sus espaldas y la enorme columna de humo se elevaba
al cielo desde el patio del penal de La Mesa.
Desde la azotea
lanzaban piedras a los custodios que intentaban controlar el motín con chorros de agua, pero la presión de las mangueras parecía
refrescarlos más que hacerlos retroceder. Sólo las balas de los federales amedrentaban a la turba.
Cada ráfaga de ametralladora
que rugía despertaba la ira de familiares de internos. Angustiados y enfurecidos lanzaban piedras a los custodios parados
en la barda perimetral y empujaban y jaloneaban violentamente a los policías que resguardaban el perímetro. Los uniformados
respondían con empujones.
La situación dentro
y fuera del penal rápidamente se salió de control. Por más de 12 horas aquello fue una batalla campal. El humo y los gases
lacrimógenos se desplazaban por las calles a capricho de las aspas del helicóptero que rondaba el edificio en llamas.
A las 4 de la tarde
del domingo, el penal estaba en manos de los presos, y las calles bajo dominio de sus familiares. Fue el primer error táctico
del gobierno. No pudieron controlar la turba.
De entrada el reclamo
de los presos rebelados era la vida del custodio que un día antes había matado a golpes a un interno de 19 años de nombre
Israel Márquez Blanco. Más organizados que las autoridades policíacas, los reos colgaron una manta: “No más muertos.
Custodios asesinos”, decía. Desde el techo aventaron piedras envueltas en papel higiénico con mensajes para los reporteros.
“Lo único que queremos es justicia”, decía uno de los recados. “Ayer hubo una revisión en el edificio cinco
y los oficiales S. Montero, Toro y Dani mataron a un interno a golpes, ellos son los asesinos”, informaron en otro pedazo
de papel.
Otro recado hechizo:
“también demandamos mas tiempo de visita, que puedan entrar familiares no directos como son tíos, sobrinos y parejas”.
En las calles el
descontrol de las autoridades era evidente. Vidrios, escombros y pedazos de metal cubrían el suelo. Cientos de policías hacían
de todo sin lograr casi nada. Unos corrían de un lado a otro resguardándose de las pedradas mientras que otros intentaban
contener a la multitud sin una estrategia común, o un plan de contingencia. Lo único que lograban era abrir paso a las ambulancias.
“Hasta ahorita llevamos cuatro heridos. Todos de gravedad”, informó brevemente el Capitán de la Cruz Roja, Fernando
Esquer.
Alrededor de las
5 de la tarde las ambulancias sacaron a dos reclusos heridos de bala: José Abraham Molina y Sergio Aguilar Pérez.
La presencia de
los balaceados encendió a un grupo de familiares que rompió una valla de policías y tomó la calle frontal del Centro de Readaptación.
Desde el techo los reclusos se avivaron y comenzaron a gritar en admiración al atrevimiento de sus familiares.
Agentes federales
vestidos de civiles y otros uniformados y con capuchas, formaron una nueva barrera humana, rozando tensamente con los familiares
decididos a entrar al penal. Por breves momentos se desataron los empujones entre los policías y civiles hasta que un agente
federal, en su desesperación, alzó su metralleta al aire. Por suerte la situación no pasó a mayores. Del otro lado de la calle
cientos de familiares más esperaban ansiosos noticias sobre los heridos. Hasta ese momento ninguna autoridad había dado la
cara.
El cese el fuego
al interior del penal trajo un pequeño receso a la tensión a la hora del ocaso. Pero pasadas las 8 de la noche el estallido
de un auto en llamas rompió la efímera calma que rodeaba el centro de readaptación social. Parecía que las flamas intensificaban
la ira de los internos apertrechados en la azotea del edificio uno. Entre humo y gas lacrimógeno arrojaban pedazos de escombro
a los policías. Éstos respondían con balas.
“Dejen de
disparar, perros”, gritaban algunos familiares angustiados. “Ustedes tienen la culpa de esto”, gritaban
otros.
Entre los familiares
coléricos se encontraba Mayra Blanco Márquez, hermana del interno asesinado, al cual le restaban sólo 10 meses para recuperar
su libertad.
“Mire, salió
antes de tiempo, pero muerto”, sostuvo.
La joven de 17 años
denunció que el día de la muerte de su hermano le negaron la información en el Servicio Médico Forense y hasta el siguiente
día pudo entrar a verlo.
“Estaba todo
golpeado, todo lleno de cicatrices. Lo esposaron, le pusieron un libro en la panza y le empezaron a golpear con bats. Después
le golpearon la espalda y al último la sien. De eso murió, de un batazo en la sien”.
La hermana del difunto
dijo que tenía muchos piquetes en su brazo izquierdo y que le echaron cloro en todo su cuerpo.
La explicación que
se le había dado sobre la muerte de su hermano es que había sido sorprendido con droga y un celular en la celda, y se le había
torturado para que delatara al que le había proporcionado estos artículos prohibidos. Pero a los custodios “se les pasó
la mano”.
Los policías federales,
protegidos por el Kevlar de sus cascos y chalecos, guardaban su distancia por temor a ser golpeados por un pedazo de cemento.
Los reporteros gráficos también extremaban precauciones, pero los reos no querían lastimarlos. “Cáiganle, no hay bronca”,
les gritaban desde la azotea.
Confiando en la
buena voluntad de su aviso, decidí acercarme a dialogar con los internos subversivos desde la banqueta de enfrente. Para identificarme
alcé mi cámara al aire y me aproximé gritando “prensa… prensa”. “Aguanten, aguanten… es el reportero”,
gritó uno de ellos. “No tiren”, exclamaron otros más.
—¿Qué está
pasando aquí? ¿Por qué están haciendo esto?
—Queremos
justicia. —Exclamaron todos al unísono—. Los guardias mataron ayer a un bato a golpes sin deberla ni temerla —se
escuchó una voz lejana—. En el cinco lo mataron, compa”.
—¿Quién lo
mató?
—El Daniel,
El Toro y el Montero fueron los que lo mataron —gritó uno de los más de 30 reos en el techo—. Ese güey nos tortura
—denunció otra voz—. Y nos da comida engusanada —complementó un tercero.
—¿Qué más
están exigiendo?
—Queremos
mejor trato; que nos dejen salir más rato a la yarda; mejor comida; más actividades; vivimos 30 por celda —respondieron
y completaron—: No somos animales.
—¿Cuántos
muertos hay hasta ahorita?
—Tres —respondieron
en coro los alzados.
—¿De qué murieron?
—Balaceados…
el helicóptero los balaceó.
—¿Cuántos
visitantes hay adentro todavía?
—Como 200;
250 con todo y niños… Diles que no tiren gas allá atrás porque ahí están las visitas —exclamó uno de ellos.
—¿Hay rehenes?
—No, las visitas
no son rehenes, ellos no se quieren ir.
El sonido lejano
de una ráfaga al aire me hizo retroceder y concluir la improvisada entrevista.
En cuestión de segundos
el intercambio piedras-balas se había reanudado.
Con el paso de las
horas la tensión comenzó a escalar de nueva cuenta. Tres autos más fueron incendiados por presuntos familiares de los internos
y desataron una lluvia de pedradas hacia el penal.
Pasadas las 11 de
la noche una escuadra de la Policía Federal intentó irrumpir en el penal para contener el motín pero no tuvo éxito. Los agentes
se replegaron uno a uno ante el frustrado ataque.
Minutos después
la situación empeoró. Los reclusos abrieron un boquete en el muro oeste del penal. Más de seis testigos consultados aseguran
que internos lograron escapar. Tres de ellos coinciden en que fueron cuatro los que recuperaron su libertad.
La versión oficial
afirma que ningún reo logró eludirse.
El primer jefe policial
en dar la cara fue el Secretario de Seguridad Pública de Tijuana, Alberto Capella Ibarra, quien aseguró a los familiares que
los policías solamente usaban balas de goma, salvas y gas pimienta para contener el motín. No le creyeron.
La batalla final
por recuperar el penal fue cruenta y se extendió hasta las 2:30 de la madrugada del lunes aproximadamente. Un agente de la
Policía Federal Preventiva cayó herido de un balazo en el pié y fue extraído del edificio por sus compañeros alrededor de
la 1:30 horas del lunes.
“Nadie me
hizo el pinche paro”, decía el agente, ondeando con desesperación las manos manchadas de sangre. “Me agarraron
cambiando el cargador, y ninguno de esos putos me siguió para darme protección”, exclamó el policía, antes de soltar
un gemido cuando sus compañeros le retiraron la bota ensangrentada.
Alrededor de las
2:00 horas del lunes salió del penal el último grupo de familiares, en su mayoría madres y esposas que se negaban a dejar
solos a sus seres queridos. Aseguraban que sin testigos “les iba a ir muy mal”.
“Los están
golpeando muy feo señor, muy feo”, gritaba inconsolable una madre con sus dos hijos pequeños. “No sean malos,
hagan algo por favor”, suplicaba mientras sonaban los disparos a lo lejos.
Berta, la esposa
de un interno que decidió quedarse hasta el final del motín atestiguó que antes de salir alcanzó a ver cadáveres calcinados.
“Quemaron
a unas personas, no sé cuántos porque estaban irreconocibles”, expresó asustada.
La mujer denunció
que su esposo le platicaba que la tortura en el penal es cosa de todos los días. “Les ponen una toalla y les brincan
encima”, exclamó.
“Si, cometieron
errores, y están pagando por ellos, pero no son animales”.
Una de las últimas
mujeres en salir del penal fue Alicia Aguilar Dávalos, integrante de la Comisión de Familiares de Internos, quien aseguró
a los reporteros que el grupo había interpuesto 10 denuncias de tortura al licenciado Miguel Angel Canett, entonces director
del Sistema Estatal Penitenciario.
“Hemos hecho
conferencias de prensa para denunciar que los desnudaban, los golpeaban y jugaban con sus genitales. Pero eso no paró”.
Aguilar sostuvo que un martes antes del motín había intentado contactar a Canett para denunciar que había una huelga de hambre
en las celdas de castigo, ya que varios internos habían cumplido con su castigo y no los habían dejado salir, pero no había
tenido éxito.
“Si ya al
director estatal de readaptación social se le hicieron las respectivas denuncias y no hizo nada, yo considero que ningún interno
es responsable”, exclamó la madre de un interno de Cereso La Mesa. “Tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe”.
Pero no todos los
familiares de internos tenían el mismo valor para denunciar las injusticias hasta que el motín destapó la cloaca.
Una joven llamada
Berenice explicó que ella nunca denuncia las irregularidades de las que ha sido testigo cuando visita a su familiar.
“No hablamos
porque nos quitan los pases. Tampoco los reos pueden decir nada porque los agarran a chingazos. Te piden 500 pesos para no
meterlos a las tumbas. Te dan un número de cuenta para que les deposites el dinero”, agregó.
Las balas dejaron
de sonar pasadas las 2:30 horas del domingo. Mas no los gritos de los familiares, que permanecieron en vela en espera de noticias
sobre los internos.
Esas noticias nunca
llegaron.